Un texto para trabajar…

     Las palabras escritas, desde los tiempos de las primeras tablillas sumerias, estaban destinadas a pronunciarse en voz alta, puesto que los signos llevaban implícitos, como si se tratara de su alma, sus propios sonidos. La frase clásica scripta manent, verba volant —que, en nuestro tiempo, ha pasado a significar «lo escrito permanece, las palabras se las lleva el aire»— significaba antiguamente lo contrario; se usaba para alabar la palabra dicha en voz alta, que tiene alas y puede volar, comparándola con la palabra silenciosa sobre la página, inmóvil, muerta. Enfrentado con un texto escrito, el lector tenía el deber de prestar su voz a las letras silenciosas, a las scripta, para permitirles convertirse en verba, palabras habladas, espíritu.

     En los textos sagrados, en los que cada una de las letras, su número y su orden eran dictados por la divinidad, la plena comprensión requería no solo los ojos sino también la colaboración del resto del cuerpo: había que balancearse con la cadencia de las frases y llevarse a los labios las palabras sagradas, de manera que ningún elemento divino pudiera perderse en la lectura. Mi abuela leía el Antiguo Testamento de esa manera, articulando las palabras y balanceando el cuerpo al ritmo de sus oraciones. Todavía la veo en su oscuro apartamento del Once, el barrio judío de Buenos Aires, entonando las antiguas palabras de la Biblia, el único libro de su casa, cuya cubierta negra había llegado a tener el mismo aspecto que su piel pálida al perder la tersura con el paso de los años.

 (Alberto Manguel, Una historia de la lectura. Alianza Editorial)